lunes, 27 de enero de 2014

Estudiando el Libro de los Espíritus


Ángeles y Demonios 


Wellington Bossi, revista Visión Espírita nº 10


En su obra matriz de la doctrina Espirita, El Libro de los Espíritus, en libro segundo, capítulo primero parte final, Allan Kardec conceptúa y desmitifica las ideas preconcebidas sobre el tema. La palabra ángel habitualmente nos da la idea de la perfección moral. Sin embargo, a menudo suele aplicarse a todos los seres buenos y malos que están fuera de la humanidad.
Se suele decir el ángel bueno y el ángel malo; el ángel de la luz y el ángel de las tinieblas. En estos casos “ángel” se usa como sinónimo de Espíritu o de genio. Actualmente la palabra demonio sólo implica la idea de Espíritu malo en su significado moderno, pues el vocablo griego daimôn, del que deriva, significa “genio, inteligencia”, y se aplicaba a los seres incorpóreos, buenos o malos sin distinción. Los demonios, conforme a la significación vulgar de la palabra, se supone que son seres esencialmente malévolos. La primera condición de toda doctrina consiste en ser lógica. Y la de los demonios, en el sentido absoluto, carece de esa base esencial. Que en las creencias de los pueblos atrasados, que todavía no conocen los atributos de Dios y admiten divinidades maléficas, se admitan asimismo los demonios, es concebible.
Teniendo en cuenta las características fundamentales de la esencia de Dios, entre ellos la bondad como atributo por excelencia, sería incoherente y contradictorio sospechar que Él haya podido crear seres consagrados al mal y destinados a practicarlo a perpetuidad. Podemos recordar que en el capítulo primero de El Libro de los Espíritus, ítems primero al tercero, Allan Kardec, cuestionando a la espiritualidad llegó a conceptos muy lógicos, que nos definen cuestiones complejas como qué es Dios, qué es el infinito, la existencia de Dios y los atributos de la divinidad. Es primordial para todos nosotros tener claros todos esos conceptos para no caer en contradicciones, o aceptar ideas sin cuestionarlas adecuadamente. 
Los partidarios de los demonios se apoyan en las palabras de Cristo, y por cierto que no seremos nosotros quienes discutamos la autoridad de su enseñanza, la cual querríamos ver en el corazón más que en los labios de los hombres. Pero, ¿están bien seguros del sentido que Cristo da a la palabra demonio? ¿No saben acaso que la forma alegórica es una de las características que distinguen su lenguaje? ¿Todo lo que el Evangelio contiene debe ser tomado al pie de la letra? ¿No hemos visto la forma del texto bíblico contradicha por la ciencia en lo que toca a la creación y el movimiento de la Tierra? ¿No puede suceder lo propio con ciertas figuras empleadas por Cristo, quien debía hablar según los tiempos y lugares? 
Cristo no pudo decir a sabiendas una cosa falsa. Si en sus palabras, pues, hay cosas que parecen chocar a la razón es porque no las comprendemos o las estamos interpretando mal. Los hombres han hecho con los demonios lo mismo que hicieron en relación a los ángeles: así como creyeron en seres perfectos eternamente, de la misma manera han tomado a los Espíritus inferiores por seres perpetuamente malos. En consecuencia, la palabra demonio debe entenderse como refiriéndose a los Espíritus impuros, que muchas veces no son mejores que los designados con aquel nombre, pero con la diferencia de que su estado es sólo transitorio. Son Espíritus imperfectos que murmuran contra las pruebas que sufren y que, por lo mismo, han de padecerlas durante más tiempo, pero llegarán a su vez a la perfección cuando tengan la voluntad de lograrla. 
Así pues, podríamos aceptar el vocablo demonio con esa restricción. Pero en la actualidad se la entiende en un sentido exclusivo que puede inducir al error, llevando a creer en la existencia de seres especiales, creados para el mal. En lo tocante a Satán, salta a la vista que es la personificación del mal bajo una forma alegórica, por cuanto no se podría admitir que haya un ser malo luchando de igual a igual con la Divinidad, y 
cuya única preocupación consistiría en oponerse a sus designios. Como necesita el hombre figuras e imágenes que impresionen su imaginación, ha descrito él a los seres incorpóreos con una forma material y con atributos que recuerdan sus propias cualidades buenas o malas. De esta manera, los antiguos, al querer personificar el Tiempo, lo pintaron con la figura de un anciano portando una hoz y un reloj de arena. En este caso, representarlo como un hombre joven hubiera sido un contrasentido. Y lo mismo sucede con las alegorías de la fortuna, la verdad, etcétera. Los modernos han representado a los ángeles o Espíritus puros con un semblante radioso y blancas alas, 
emblemas de pureza. A Satanás, con cuernos, zarpas y los atributos de la bestialidad, símbolos de pasiones viles. El vulgo, que interpreta las cosas literalmente, ha visto en esos emblemas a un individuo real, como otrora había visto a Saturno en la alegoría del tiempo. 
En todos los momentos. ¡Allan Kardec nos invita a reflexionar con razón para lograr vivir en la verdad!